viernes, 2 de enero de 2015

The good times are killing me.

Te digo en un susurro que joder, se ha hecho largo y yo debería ir a dormir, y te ríes por primera vez en cuatro horas, dejas las enfermedades rutinarias, tus vicios y defectos y la pobreza de tu gente. Te ríes, me miras a mí, y a el rayo diminuto de luz que ilumina mi rodilla derecha. 
Dirijo la mirada a la grieta de la madera que lo crea y me levanto para abrir la ventana. Entra una luz viva y dorada. Son las nueve de la mañana y ambos habíamos olvidado el paso del tiempo. 

Nunca me habías hablado de ti tanto tiempo, nunca habíamos roto nuestras membranas de plástico para desnudarnos de una forma trascendental. 
Pienso fugazmente en el amor y el deseo, en cómo algunos momentos engullen la realidad y se inmaterializan sin nacer ni morir. 
No recuerdo si llegué a irme a dormir, si te dejé dormido o si rompí en voz alta esa ley del susurro que siempre se continúa involuntariamente. 
Recuerdo minutos enteros mirándonos acostados en sofás paralelos. 
Recuerdo mi cuerpo rogándome que me levantara para apoyar la cabeza en tu pecho negro, simplemente. 
Recuerdo preguntarme si tu mirada ansiosa reflejaba una lucha interior similar a la mía, si era posible que tu también siguieras la trayectoria de mis labios al hablar porque los tuyos suplicaban influir en ese roce. 
Recuerdo que a la mañana siguiente me debatía entre la comodidad del mundo privado y la extrañeza con la que nuestra intimidad había muerto. 
En sólo unos instantes concurridos, resurgió mi timidez al dirigirme a ti, el embelesamiento de tus pestañas cuando estabas cabizbajo, el noble arte de observarte cuando me regalabas una excusa.


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