sábado, 1 de agosto de 2015

La niña de fuego.

La conocí a través de la puerta abierta de un motel. Estaba de pie y desnuda, exhibiendo sus vértices y consultando el diccionario. ‘Volátil, volátil’, susurraba.

Esa noche llamó a mi puerta y, sin esperar a ser invitada, atravesó la moqueta azul directa al minibar. Descorchó una botella de vino blanco y me pidió que desconectara la alarma antincendios a la vez que se encendía un cigarro largo y fino. 
Tenía la piel transparente y en cada trago que daba a la botella yo padecía por sus labios, finos y granates, que parecían a punto de explotar en un revuelo de arena y caracolas. 
Sentada en el suelo con las piernas cruzadas, con un turbante beige y los mechones rojos liberándose lentamente, me deshojaba expectante. Nunca me había gustado la extravagancia.

Aquella madrugada hizo una hoguera con todos mis sentidos, y bailó alrededor de ella como una loca, como una flamenca.
Me convirtió la vida en burbujas, que soplaba y rompía en su domingo interminable, con aires aburridos. 
Me besaba lento para que le durara el amor.

En sus ausencias, yo tendía los calcetines ya secos, guardaba platos vacíos en el frigorífico y me echaba pasta de dientes en el cabello para ducharme. Asistía a comidas familiares y más tarde escribía largos mensajes disculpando mi ausencia, mientras los fantasmas de tus dedos me recorrían el cuello.

Cuando marchó, me escondí de los atardeceres. Lloré lágrimas negras, porque la niña de fuego me había dejado lleno de cenizas por dentro.