La conocí a través de la puerta
abierta de un motel. Estaba de pie y desnuda, exhibiendo sus vértices y
consultando el diccionario. ‘Volátil, volátil’, susurraba.
Esa noche llamó a mi puerta y,
sin esperar a ser invitada, atravesó la moqueta azul directa al minibar.
Descorchó una botella de vino blanco y me pidió que desconectara la alarma
antincendios a la vez que se encendía un cigarro largo y fino.
Tenía la piel
transparente y en cada trago que daba a la botella yo padecía por sus labios,
finos y granates, que parecían a punto de explotar en un revuelo de arena y
caracolas.
Sentada en el suelo con las piernas cruzadas, con un turbante beige
y los mechones rojos liberándose lentamente, me deshojaba expectante. Nunca me había
gustado la extravagancia.
Aquella madrugada hizo una hoguera con
todos mis sentidos, y bailó alrededor de ella como una loca, como una flamenca.
Me convirtió la vida en burbujas,
que soplaba y rompía en su domingo interminable, con aires aburridos.
Me besaba
lento para que le durara el amor.
En sus ausencias, yo tendía los
calcetines ya secos, guardaba platos vacíos en el frigorífico y me echaba pasta
de dientes en el cabello para ducharme. Asistía a comidas familiares y más
tarde escribía largos mensajes disculpando mi ausencia, mientras los fantasmas
de tus dedos me recorrían el cuello.