Te digo en un susurro que joder, se ha hecho largo y yo debería
ir a dormir, y te ríes por primera vez en cuatro horas, dejas las enfermedades rutinarias, tus vicios y defectos y la pobreza de tu gente. Te ríes, me miras
a mí, y a el rayo diminuto de luz que ilumina mi rodilla derecha.
Dirijo la
mirada a la grieta de la madera que lo crea y me levanto para abrir la ventana.
Entra una luz viva y dorada. Son las nueve de la mañana y ambos habíamos
olvidado el paso del tiempo.
Nunca me habías hablado de ti tanto tiempo, nunca
habíamos roto nuestras membranas de plástico para desnudarnos de una forma
trascendental.
Pienso fugazmente en el amor y el deseo, en cómo algunos
momentos engullen la realidad y se inmaterializan sin nacer ni morir.
No
recuerdo si llegué a irme a dormir, si te dejé dormido o si rompí en voz alta
esa ley del susurro que siempre se continúa involuntariamente.
Recuerdo minutos
enteros mirándonos acostados en sofás paralelos.
Recuerdo mi cuerpo rogándome
que me levantara para apoyar la cabeza en tu pecho negro, simplemente.
Recuerdo
preguntarme si tu mirada ansiosa reflejaba una lucha interior similar a la mía,
si era posible que tu también siguieras la trayectoria de mis labios al hablar porque los tuyos
suplicaban influir en ese roce.
Recuerdo que a la mañana siguiente me debatía
entre la comodidad del mundo privado y la extrañeza con la que nuestra intimidad había muerto.
En sólo unos instantes concurridos, resurgió mi
timidez al dirigirme a ti, el embelesamiento de tus pestañas cuando estabas cabizbajo,
el noble arte de observarte cuando me regalabas una excusa.