'¿Qué son las despedidas si no saludos disfrazados de tristeza?
Nunca has sido mía. Nunca pude poseerte y amarte. Nunca me amaste, o me amaste demasiado, o me admiraste como la niña que toma una lente y se pone a ver cómo marchan las hormigas.
Anaïs, no creo que nadie haya sido tan feliz como lo fuimos nosotros. No creo que exista en la historia del hombre y de la mujer un hombre y una mujer como tú y como yo, con nuestra historia, con nuestras circunstancias;
con aquello que se desbordaba en las paredes, el ruido de la calle y la explosión de tu mirada inquieta de ojos delineados en negro; con la sinceridad de tu cuerpo frágil y tu secreto agresivo e insaciable.
Te extraño casi a todas horas: cuando escribo, cuando te pienso, cuando escucho las campanas que me anuncian que ya son las tres, cuando me acuerdo de las horas interminables entre humo y whisky, cuando como en aquel lugar en que nos dió el aire y cuando escucho la radio.
Adiós, Anaïs, adiós.
Ya nos encontraremos en otras vidas y en otras vidas podré poseerte y quedarme contigo por siempre. Ya te veré en medio de la nieve, entre libros y vino.
Tuyo,
siempre,
Henry.'
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