Bajas. La persiana. Y sólo. Decapitas al gato.
Los sintagmas disparan directamente a tu cerebro.
Pasos
imaginarios palpitan en el parquet de
tus oídos.
No puedo evitar pensar que el minutero presagia el fin, incansable.
Borras. Con el dedo húmedo. Una larga gota de sangre en la
baldosa blanca. Y aún así. Permanece su contorno.
Poseída.
El ratón no quiere abandonar el sitio donde murió por mucha
fuerza que ejerzas sobre el palo. Sientes que luchas contra natura y el tamaño
no, no importa.
Uñas. Gritos. Piel abierta y mal cosida.
El miedo a un incendio, a una sombra, a una tela suave que
se desliza sin que la provoquen.
El miedo, como el desorden, se acumula en cada
esquina como la suciedad que nadie quiere agacharse a corregir. Como un
submundo previsto para mentes maniáticas y miradas inquisidoras.
Raspas las ranuras de tus rodillas rechinantes de rabia.
Ruccola fría para los sentidos crispados.
Y solo
ante tu imagen disparas al espejo para matarte sin dejar rastro. Compruebas que
sí, es cierto lo que te contaban, que por dentro somos sangre y hueso
y no sólo palabras.
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